A veces a uno le entran las dudas. ¿Para qué seguir escribiendo? ¿Merece la pena el esfuerzo? (y no, no me refiero a la recompensa dineraria, eso sí que me importa muy poco).

Hay quien responde a esta pregunta con un lacónico «yo escribo para mí». Pero, sinceramente, no me creo esa manida respuesta. Me huele a falsa modestia o a una defensa arrogante ante la evidencia de que no te lee nadie. Yo leo para mí, eso sí, pero escribo para los demás. Si lo hiciera solo para mí, necesariamente lo haría de otra forma, pero lo hago observando, aunque sea de reojo, al entorno editorial. Lo que escribo para mí suele estar guardado en un hermético cajón. Lo que escribo para los demás necesita luz y aire. Requiere respirar.

No me obsesiona tener millones de lectores, aunque no ocultó que me gustaría tener algunas decenas de miles. Y creo, aunque suene a chulería atrevida, que las novelas que he escrito se lo merecen. Al margen de los circuitos culturales de renombre, obviado por los medios, desconocido por muchos lectores que se convertirían en adeptos si descubrieran ciertas afortunadas letras mías…, en definitiva, olvidado, como la canción de Héroes.

¿Por qué sigo escribiendo, entonces? Porque quiero ser un simple y modesto entretenedor, como dice el protagonista de El alquimista entre las fuentes. Y porque aún tengo esperanza en un golpe de suerte.

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