Decir que la literatura es neutra es, en el mejor de los casos, una inocencia. George Orwell lo formuló sin rodeos: «Desde 1936, cada línea seria que he escrito ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático».
Ahora bien, que la escritura sea política no significa que el lector esté condenado a leer solo a los autores que piensan como él. La tradición literaria es un diálogo de desacuerdos. En literatura en español, el mapa es elocuente. Camilo José Cela convivió cómodamente con el régimen franquista y, aun así, La colmena es una de las grandes novelas del siglo XX. Javier Marías, con una línea progresista, es leído por públicos muy diversos porque su prosa es simplemente magnífica. Arturo Pérez-Reverte es el caso de autor ambiguo que sectores conservadores sienten cercano y que opina a menudo de la actualidad, lo que le atrae y le aleja lectores a partes iguales. Sin embargo, la saga Alatriste o El pintor de batallas son excelentes novelas que disfrutan lectores que no comparten necesariamente sus opiniones públicas. Mario Vargas Llosa recorrió un arco ideológico amplio—del entusiasmo por la revolución cubana a un liberalismo muy explícito—, y sin embargo, sus obras se leen en ámbitos de cualquier sensibilidad política. Gabriel García Márquez mantuvo una amistad conocida con Fidel Castro lo que le ocasionó numerosas críticas, pero tiene lectores que separan el vínculo político de la obra.
La ideología puede generar ruido, pero cuando una obra está escrita con verdadera forma y con inteligencia, es capaz de superar el prejuicio del lector. No obstante, como lectores responsables, conviene leer con la guardia alta: abundan las ficciones que se disfrazan muy sibilinamente de obras inucuas mientras inoculan discursos reaccionarios. Y esa es otra batalla que también se libra en los libros.
Asumido que cualquier creación tiene una intención política más o menos evidente, la ideología del autor, aunque tal vez no debería ser así (o quizás sea inevitable), marca su recepción, reduce o amplía públicos y condiciona lecturas. Y aunque un escritor abiertamente posicionado activa sospechas en su lectorado, algunas obras afortunadas con frecuencia superan la figura del propio autor hasta hacer invisible su vida o su pensamiento. Ya lo dejó dicho Roland Barthes: la muerte del autor como nacimiento del lector; es decir, la obra literaria no pertenece al escritor, sino a la comunidad de lectores que la interpreta.
En mi opinión, un autor no debe renunciar a escribir con convicciones. Ocultar la postura por miedo a perder lectores o a que las grandes editoriales apliquen castigo empobrece su obra. Lo fundamental es, en cualquier caso, escribir con honestidad: no mentir, no tergiversar, no pretender la influencia malévola sobre el lector…
Como escritor de novela histórica, no puedo cerrar este artículo sin referirme a este género, porque aquí todo se vuelve más delicado. La ficción histórica no solo cuenta una historia, también modela la memoria colectiva. Un novelista conservador puede glorificar imperios, ejércitos o grandezas patrias; un progresista tenderá a dar voz a los vencidos, a rescatar lo silenciado, a poner en cuestión los relatos oficiales. Incluso los escritores aparentemente neutros están aportando su mirada política en cómo se cuenta Roma, el Siglo de Oro o la Edad Media. La ideología del novelista histórico afecta directamente al modo en que los lectores entienden su pasado. No solo entretiene: condiciona la memoria, legitima o cuestiona mitos, y abre (o cierra) puertas al pensamiento crítico. Por eso, la novela histórica honesta no es un lujo ni una extravagancia, sino una necesidad, porque disputa el relato cultural frente a quienes buscan fosilizarlo.
Como lector intento mantener siempre la mente abierta: leer a cuantos más autores mejor y ejercitar mi espíritu crítico. La literatura se alimenta de esa diversidad de voces. Eso sí, hay una condición irrenunciable: la honestidad. Porque, aunque disfruto confrontando ideas distintas a las mías, no tengo interés en perder el tiempo con ciertos autores que han hecho de la manipulación o el panfleto su oficio. Y no, no voy a mencionar nombres.
 
				