Siempre he pensado que una buena novela histórica no se sostiene solo sobre grandes acontecimientos ni sobre nombres ilustres. Lo que realmente da credibilidad —y, muchas veces, alma— a una historia es el detalle. El pequeño gesto, el objeto cotidiano, el sabor de un plato o la forma exacta de vestir en un año concreto.
Como escritor de novela histórica, reconozco que tengo un punto maniático: en todas mis novelas intento introducir únicamente elementos que estén probados históricamente, o al menos que se apoyen en hipótesis sólidas. No me gusta inventar por inventar. Me interesa más una ficción histórica que respire verdad.
Un buen ejemplo es la vestimenta. En una novela ambientada en el siglo XVIII, como El infante de la sonrisa triste, el vestuario no es un mero decorado. Es símbolo, jerarquía, lenguaje. Y la moda tiene una particularidad que nadie ignora, ni entonces ni ahora: cambia constantemente. Si sitúo la trama en 1786, debo evitar que un personaje luzca algo que ya era obsoleto… o que aún no se había inventado. Para asegurarme, recurro a fuentes como el Museo del Traje de Madrid —tanto la exposición como sus publicaciones— y a muchas, muchas lecturas sobre la vida cotidiana en el pasado.
Eso no quiere decir que me atasque en cada frase. A veces hay que ser pícaro. Si no tengo una certeza absoluta, trato el dato con ligereza, sin detenerme en explicaciones. La precisión no debe matar el ritmo narrativo. La narrativa histórica también es ritmo, emoción, atmósfera.
La comida, por ejemplo, es una herramienta poderosa para generar credibilidad en una novela de ambientación histórica. En los ambientes cortesanos de finales del XVIII se valoraban ciertos vinos dulces, como el canario, y en El infante de la sonrisa triste describo un banquete con todo lujo de detalles: las mesas montadas sobre caballetes, el mantel procedente de La Coruña, el orden en que se servían los platos… Todo eso no es decoración, es parte del mundo que quiero que el lector vea, huela y paladee. Así construyo mi ficción histórica: desde los sentidos y el rigor.
Lo mismo sucede con una escena de baile, con el desarrollo de una misa en El alquimista entre las fuentes, o con los rituales que acompañaban a un moribundo. Son escenas que podrían resolverse en dos frases, pero me gusta construirlas desde dentro, apoyándome en los detalles que las vuelven auténticas. Porque si creo que fue así, si puedo demostrar que fue así, entonces puedo contarlo con plena libertad.
Y eso, creo, se nota. Porque los pequeños detalles —bien tratados— hacen creíble incluso lo que nunca ocurrió. Esa es, quizás, la magia silenciosa de la novela histórica.