Tres son los escenarios principales en los que se desarrolla la trama de El infante de la sonrisa triste: Valladolid, Ávila y Arenas de San Pedro; y uno más que está siempre presente en los deseos, anhelos y recuerdos de muchos de los personajes: Madrid.
El que la trama comience en Valladolid tiene su sentido, pero como es esencial en la novela no voy a poder decir nada más. Valladolid en 1784 era aún una de las principales ciudades del noroeste de España y contaba con algunas instituciones que, sin pretender los años dorados del siglo XVI, la convertían en una urbe de cierto postín, especialmente la Chancillería (lo que hoy llamaríamos Tribunal Supremo) que hacía que la ciudad estuviese poblada por una numerosa población flotante de pleiteadores, y la linajuda Universidad.
Ávila, por su parte, es parada y fonda del protagonista en su viaje a Arenas de San Pedro, pero en ella sucede un encuentro con un viajero inglés de gran interés para conocer cómo nos veían a los españoles más allá de los Pirineos. Por último, Arenas de San Pedro y el palacio de la Mosquera, donde el infante Luis Antonio de Borbón configuró una espectacular corte ilustrada por la que pasaron algunos de los principales hombres de aquella España que no sabía si desperezarse o embozarse en una capa castellana. Gredos, el Tiétar… una tierra fértil y hermosa.
Finalmente, Madrid es una constante a lo largo de las páginas de la novela, ya sea porque algunos personajes desean regresar a la Villa y Corte o porque otros ansían conocerla. Y es que muchos de los personajes se sienten tristemente abandonados. Para ellos fuera de Madrid, nada tiene sentido. Madrid como destino.
Existen otros dos lugares que aparecen recurrentemente en la novela: Zaragoza, ciudad de la que proviene la esposa del infante y gran parte de su compañía o el mismo Goya, y La Granja de San Ildefonso, lugar en el que vivió el infante gran parte de su vida y en donde conoció precisamente, quién sabe si por suerte o por desgracia, a la que sería su esposa.