Tras recorrer una vereda tenebrosa, Elaseo decidió ascender por una tendida cuesta del páramo atravesando una tupida olmeda hasta un refugio natural de grisácea caliza. El guerrero conocía aquel lugar, era sagrado. En una oquedad profunda de la que manaba una cristalina fuente, se celebran en ocasiones ritos de fecundidad. Las paredes estaban cubiertas de viejas pinturas cuyo significado era ya desconocido para su comunidad, aunque, cuando la fogata que prendió Elaseo tomó fuerza, creyó ver en los ocres símbolos la silueta deforme de un arquero primitivo.
En un post anterior ya comentaban la importancia del paisaje en la novela. En este fragmento transcrito, nuestro portagonista se refugia en la zona ocupada actualmente por las ruinas del monasterio de La Armedilla, un centro religioso de la orden de los jerónimos construido a comienzos del siglo XV. Las primeras referencias a este lugar, mucho anteriores a la fundación del monasterio, ya sugieren la existencia de una suerte de cueva o abrigo en el que se veneraba una imagen de la Virgen. A ello se suman los recientes hallazgos en la zona de pinturas de la Edad del Bronce -entre ellas, claro, un arquero-. Siguiendo la teoría que hemos desarrollado en el estudio de este enclave, me interesaba incidir sucintamente en cómo los lugares sacros tradicionales tienen unos fundamentos simbólicos que se remontan, en algunos casos, a la propia Prehistoria.