«En el reinado de Alfonso III en la era 882, Almundir, hijo del rey Mohamed, enviado por su padre, con el general Hasim Abd al–Aziz y con 80.000 del ejército de España, partiendo de Córdoba marchó contra Zaragoza […]».

La Historia, como se puede comprobar al leer este fragmento de una crónica árabe del siglo IX, ofrece regularmente sorpresas, por más que algunos insistan en esconder, reinterpretar malévolamente o manosear los hechos, y muchos otros, a ojos cerrados, crean lo que quieren creer. Subjetividad frente a objetividad, no hay mucho más que analizar. Y así vemos cómo sale una hueste española –«del ejército de España»– desde la Córdoba musulmana para someter a la también musulmana región de Zaragoza, marca que por estar cerca de la frontera con los cristianos, hacía habitualmente lo que le daba la gana y funcionaba prácticamente como un estado independiente.

Pues, así de claro, la población de al–Ándalus se refería al territorio que habitaba como España. Unos años antes, en referencia a una gran sequía en torno al año 748 cuentan las crónicas árabes que «los habitantes de España disminuyeron de tal suerte que hubieran sido vencidos por los cristianos a no haber estado estos preocupados también por el hambre». Ellos son los españoles, los cristianos son los infieles, los rudos montañeses, los que habitan Galicia –término con el que se refieren al reino astur, que abarcaba desde Galicia hasta Álava–. El todo frente a una parte, y bastan dos simples citas de las muchas existentes en los viejos papeles para entender que la visión tradicional de nuestra Historia, tan soezmente manipulada, esconde realidades tan certeras como que tan españoles eran los andalusíes como los cristianos del norte.

No se puede seguir admitiendo, por más que lo hayamos aprendido así en las viejas escuelas rancias, la supremacía del nosotros frente a los otros, de los cristianos puros, herederos del reino visigodo –que por cierto se desmoronó como un castillo de naipes al primer embate–, frente a los invasores infieles, árabes y bereberes, y a todos los hispanos–visigodos que decidieron quedarse en las tierras conquistadas, ya fuera como muladíes –conversos al Islam– o viviendo –a veces no demasiado bien– como cristianos.

España era de los conquistadores, como antes lo fue de otros. La diferencia es que los romanos acabaron convirtiéndose al cristianismo o los visigodos defendieron ferviente y violentamente el catolicismo, mientras que los andalusíes eran –cachis la mar– de la fe de Mahoma, y eso en una España catolicísima y grande era difícil de aceptar. La conquista se consiente, en definitiva, según quién la ejecute. El acto traidor e insoportable de ver la península ibérica bajo la media luna, no es equiparable, faltaría más, a la gran labor de cristianizar a los pueblos de América entera, sea como sea. Afortunadamente, desde hace muchos años los historiadores decentes ya no conceden el supuesto privilegio, honor de ser español solo a los cristianos que habitaban «Galicia», «Álava y al–Qila (Los Castillos, es decir, Castilla) y Pamplona.

La Reconquista como gran gesta nacional es un mito, y como todos los mitos se gestó voluntariamente siglos después, edificándolo sobre la épica sectaria de sucesos más o menos acontecidos, pero, por lo general, escandalosamente exagerados o siempre correctamente seleccionados, hasta el punto de llegar a inventarse batallas enteras, así, como suena, como la de Clavijo, en la que participó el mismísimo apóstol Santiago. Una fantasía generada por la Iglesia posiblemente en el siglo XIII, a quien la mentirijilla venía muy bien para poder justificar un lucrativo impuesto: el voto de Santiago.

España es lo que la Historia dice qué es: una realidad territorial más o menos ambigua hasta la consolidación del estado moderno con Carlos I. Y ni siquiera entonces se logró en su seno una unidad territorial, lingüística, cultural…, hasta el punto de que cada territorio que formaba parte de eso llamado España conservaba sus pesos y medidas, sus impuestos, sus aduanas, sus leyes, etc. Sí, es innegable, España era y es una nación de naciones, como lo son Francia, Italia o Alemania. La verdad es que discutir esta cuestión es un ejercicio fútil que solo sirve para levantar –ya veis sobre qué cimientos tan frágiles– discursos nacionales, por lo general, reaccionarios.

Hasta algunos siglos después esa realidad multinacional no se aplacó en parte. Eran los comienzos del siglo XVIII e hizo falta una guerra para conseguirlo. Es como si la idea de España no se sostuviera por sí sola y que se requiera siempre de la fuerza de los poderes del estado y de arrojados patriotas para sostenerla. De nuevo otro error que nos ha traído a dónde estamos.

España no es la falsa unificación de los Reyes Católicos, ni el estado más antiguo de Europa como se empeñan en mencionar algunos, ni el sueño de Pelayo. Podría parecer que no es necesario fundar un sentimiento nacional, una patria sobre una mentira, pero me temo que es la única forma de hacerlo, aquí y en cualquier estado del mundo. España es lo que cada cual quiera que sea, pero, ante todo, no es de unos pocos.

En definitiva, hay muchas Españas, y cada cual puede escoger la suya. Yo me quedo, con la España democrática, europeísta y solidaria, aunque como decían los Barricada, ninguna bandera me ponga la carne de gallina, ninguna bandera me ponga en pie.

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