Durante años muchos creímos —con buena fe, quizá— que el Premio Planeta distinguía la mejor novela del año. Que detrás de aquella gala con focos y cámaras había un compromiso con la literatura. Pero con el tiempo uno descubre que no: que el Planeta no es tanto un premio literario como una formidable campaña de marketing.
Cada octubre se repite la misma coreografía: la gala, el misterio de los finalistas, el millón de euros, la ovación. Y detrás, una maquinaria editorial que funciona como un reloj. No hay trampa, ni falta que hace: el premio es suyo y pueden dárselo a quien consideren. No hay nada ilegítimo en eso. Simplemente, no es lo que muchos imaginábamos.
Lo que sí resulta llamativo es que, últimamente, el galardón recaiga en figuras conocidas del ámbito mediático. No por conspiración, sino por pura lógica comercial: la literatura vende menos que la televisión, y los nombres reconocibles venden más que los buenos libros. Es el signo de los tiempos.
Como escritor, confieso que cada vez tengo menos fe en los premios; y como lector, ninguna. No por despecho, sino porque me niego a aceptar que el verdadero valor de una novela deba decidirlo un jurado. Esa sagrada función recae solo en los lectores. Los premios —incluso los autores— van y vienen; los libros que importan se quedan.
En cuanto a Juan del Val, mi respeto absoluto. No he leído nada suyo y, por algunas reseñas, me parece que no es un tipo de narrativa que me atraiga; su línea de opinión televisiva tampoco me resulta simpática. Pero eso no quita que haya hecho su trabajo, haya presentado su novela y la editorial haya decidido premiarlo. Todo en orden. Que cada cual decida comprar la novela o no hacerlo.
Al final, cada uno escribe y premia lo que quiere. Yo prefiero seguir creyendo —ingenuamente— en los libros que se escriben desde la honestidad, no desde la estrategia.
