Me gustan los libros en muchos sentidos, y entre ellos, y sin que sea el matiz menor, me provoca especial placer la posesión de los mismos. Reconozco que tengo libros que nunca leeré ―y quién no―, pero jamás me desharé de ellos porque el simple hecho de conservarlos, de formar parte de su historia ―que supera siempre a la de sus propietarios―, me provoca una extraña sensación entre la nostalgia de días que no viví y la desazón del tiempo que se escapa. Esta es la historia de como uno de esos libros llegó a mis manos.
Era una templada tarde de septiembre y desde el Soho nos dirigíamos hacia Covent Garden, maravillándonos del paisaje urbano y humano que se desplegaba con naturalidad a nuestro alrededor. La Nikon ardía y, aprovechando que el grupo se había detenido a hacer unas comprar en una tiendecita, me acerqué a una pequeña librería muy cercana que ofrecía algunos libros de saldo en un cajón junto al escaparate de madera vieja. El precio era solo de una libra la unidad, lo cual no deja de ser una sorprendente ganga en una ciudad tan cara como es la capital de la Pérfida Albión. Ojeé con cierta tranquilidad el contenido del cajón y lo cierto es que no encontré nada de interés entre las decenas de deslustradas ediciones de los años ochenta; parecía claro que no iba a comprar nada por su mero interés literario. Buscaba, sin mucho convencimiento, algo inusual. Así que cuando me encontré entre la morralla con un viejo libro lleno de hongos y con cubierta de cartoné y tela, lo tomé sin mayor interés. Pesaba poco.
The Regent by Arnold Bennet, leí en letras doradas custodiadas por una exagerada orla de hojas. A Five Towns story of adventure in London, decía el subtítulo. Leí algunas frases al azar. Arnold Bennett… la primera vez que oía ese nombre. Días después investigué a este autor británico (1867-1931) y descubrí que se trataba de un novelista de estilo victoriano, uno de los últimos tal vez, que escribió una notable cantidad de obras, de entre las que destacaba Cuento de viejas, consideraba en sus días como una obra maestra. Bennett gozó de bastante popularidad en vida, lo cual ―o tal vez por ello― no le impidió granjearse la enemistad de los escritores del círculo de Bloombury, entre los que se encontraba una Virginia Wolf que fue desgarradora en sus críticas a la obra de Bennett.
No era mi intención llenar el poco espacio disponible de mi humilde biblioteca con una novela victoriana de 1913 en inglés y que no pensaba leer, así que me disponía a dejar de nuevo el libro en el cajón y proseguir la búsqueda cuando el azar me llevó a comprobar si había algún tipo de ex libris. Y sí, lo había.
Tres iniciales y un apellido, y debajo «Coll. Ball. Oxford». La simple posibilidad de que ese libro pudiera haber pertenecido hacía cien años a un estudiante o a un profesor de Oxford hizo que me decidiese a comprar el volumen. Lo reconozco, a veces soy muy británico, y al instante me imaginé a su primer propietario leyendo el novelón entre clase y clase en aquellos lejanos comienzos del siglo XX una triste tarde lluviosa de otoño.
No fue hasta unas semanas después cuando pude ponerme a investigar en Internet qué podía significar eso de «Coll. Ball. Oxford». Lo de «Coll.» podía referirse a un college, naturalmente, pero la sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que ese «Ball.» remitía a uno de los más prestigiosos de la Universidad de Oxford, el Balliol College, fundado en el siglo XIII.
No estaba mal. Nada mal. Eso de por sí me emocionó, así que me animé a teclear en Google las iniciales y el nombre del propietario de la novela, y cuál no sería mi sorpresa cuando los resultados me llevaron hasta un tal C. E. M. Joad que, efectivamente, aparecía en infinidad de entradas.
Reconozco mi ignorancia, pero era la primera vez que leía ese nombre, así que me quedé atontado cuando comprobé que se trataba de un conocido filósofo británico cuya alma mater había sido, cómo no, el Balliol College, donde estudió hasta 1914. El siguiente paso era lograr encontrar en la Red algunos manuscritos suyos. Solo pude hacerme con una carta y una firma, pero fueron suficientes para determinar que, efectivamente, el ex libris pertenecía a Cyril Edwin Mitchinson Joad (1891-1953). Joad adquirió muy tempranamente una gran popularidad por su labor de divulgación de la filosofía en diversos medios de comunicación, entre ellos la BBC, y, especialmente en los años cuarenta, por su arraigado pensamiento agnóstico, socialista y pacifista, y por erigirse en defensor de causas perdidas. En su tiempo fue el filósofo británico más conocido, y tal vez por ello no se le tuvo por filósofo serio. Sin embargo, se ha llegado a escribir sobre él que «animó a la gente a pensar más claramente, y contribuyó a la moral pública durante los años más oscuros de la Segunda Guerra Mundial». Profesor universitario, dejó escritos más de doscientos libros y trabajos académicos ―algunos traducidos al castellano―. [Más info sobre Joad]
No deja de ser curioso contemplar como el azar completa el viaje de un libro que comenzó a comienzos del siglo XX en manos de un joven estudiante en Oxford y que concluye cien años después en España. No voy a negar que me inquieta pensar que su travesía no ha acabado y que yo, tarde o temprano, seré una simple etapa más, una simple anécdota, apenas un nombre que se olvidará en un par de generaciones. Pero tengo salvavidas, pues acostumbrado a divisar siglos de incierto devenir humano, he llegado a atisbar que nuestras efímeras existencias no son ni fundamentales ni esenciales. Y ese desapego ayuda, la verdad.
Y ahora, la duda: ¿debería escribir en esa novela mi propio ex libris? ¿Tú qué harías?