Desde finales de mayo de 2013, ya se puede visitar el nuevo Mary Rose Museum en el histórico puerto de Portsmouth, al sureste de Inglaterra. Para ello se ha levantado un asombroso edificio que recuerda la imagen de una embarcación histórica, diseñado por los arquitectos Wilkinson Eyre y Pringle Brandon Perkins + Will, que ha contado con la friolera de 31,5 millones de euros de presupuesto -sin contar la restauración del propio buque-. Dedicado a exhibir los restos del buque de guerra Mary Rose, hundido en el siglo XVI, viene a sustituir al viejo museo abierto en 1984, esta vez con una arquitectura pasmosa y una intervención museográfica asombrosa -al mejor estilo de la escuela anglosajona- que incorpora la parte de babor de la histórica nave de Enrique VIII -cien años más antigua que en famoso «Vasa» sueco- y que permite la experiencia de pasear por un barco del siglo XVI.
Se levanta en el mismo puerto en el que se encontraban los astilleros que le dieron la luz en 1511. Esta nao, reconvertida luego a una suerte de prototipo de galeón, de cuatro palos, la favorito del rey, tras 35 años de servicio, se hundió en el transcurso de la batalla naval contra los franceses frente a las costas de Solent, en el sur de Inglaterra. De la tripulación de 700 hombres, sólo 30 lograron salir con vida, el resto de «los galantes hombres -como el propio rey dijo- se ahogaron como ratas». Su nombre se debe a la unión de los nombres de la hermana predilecta del rey, María, y del emblema de los Tudor, la rosa, y su construcción se enmarca en un proceso de ampliación de la flota inglesa puesto en marcha al poco de la llegada de Enrique VIII al trono, ya que la única fuerza naval que poseía eran cinco carracas. Esta misión se completó con la fortificación de las costas meridionales de la isla, todo ello bajo la eterna amenaza de una invasión francesa.
Buque insignia de la armada, en Mary Rose era un barco rápido y armado de 78 cañones que, por primera vez, podían ser disparados lateralmente y dar lugar a los combates navales que tantas veces hemos visto en el cine en que dos buques se destrozaban a balazos.
Y como los ingleses temían, al fin llegó el momento del intento de invasión francesa de la isla. Era 1545, y 200 barcos galos pusieron proa a la vieja Albión, que sólo contaba con una flota de 80 para detenerlos. En julio, los franceses se habían adentrado en el canal de Solent. Tras varias escaramuzas, la noche del 19 de julio la flota inglesa, con el Mary Rose en vanguardia, contraatacó. Iba el barco demasiado adelantado al resto y, bajo el fuego enemigo, viró para disponerse de costado y disparar todos su cañones. Un violento golpe de viento, sin embargo, hizo que el barco zozobrase y teniendo aún las troneras inferiores de los cañones abiertas, el agua entró rápidamente y provocó su definitivo hundimiento. La situación tuvo el peor desenlace posible, pues apenas tuvo la tripulación tiempo de reaccionar atrapada, al tiempo, por la red que protegía la cubierta de eventuales abordajes. Murieron casi setecientos hombres. El intento de invasión, por su parte, perduró hasta agosto de ese año, cuando los franceses abandonaron las posiciones tomadas en el sur de Inglaterra.
El pecio del Mary Rose se conocía desde 1836, aunque hasta 1967 no comenzaron las intervenciones arqueológicas. Finalmente, el barco fue rescatado en 1982, tras once años de preparativos, por un equipo de más de 500 buzos, arqueólogos y técnicos que contemplaron con estupor cómo bajo una gruesa capa de lodo sedimentado encontraron uno de los hallazgos de arqueología subacuática más célebres de todos los tiempos, y que llevó a algunos a denominar al Mary Rose «la Pompeya inglesa». En 2008 se presentaron los informes de las investigaciones de ADN y los análisis de óseos de algunos de los restos humanos conservados, arrojando la singular noticia de que gran parte de la tripulación no era inglesa, sino del sur de Europa, posiblemente mercenarios españoles.
El nuevo exultante museo exhibe unos veinte mil objetos recuperados del pecio que nos transportan a todo el esplendor de la época Tudor: cañones de bronce ornados con cabezas de león e insignias reales, el horno de piedra de la cocina, brújulas, zapatos, monedas de oro, instrumentos musicales, peines anti piojos, alcohol de botiquín… o el esqueleto del perro Hatch, que buscó refugio en un hueco del taller de carpintería. Incluso se han reconstruido las caras de algunos tripulantes a partir de los restos hallados -usando la más moderna tecnología forense y de ADN-.
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Fuente noticia: La Jornada.
Fotografías: varias fuentes.