Este relato lo escribí hace varios años, la verdad es que por compromiso. Debía de formar parte de un proyecto literario que finalmente nunca vio la luz. 

Como cada noche de sábado desde hacía algunos años, demasiados, creía recordar, aquel hombre salió del cine del barrio con una enorme sonrisa en los labios. Se abrochó los botones de su pesado abrigo y encendió un pitillo con formidable satisfacción. Había pasado las últimas horas con Bogart, y eso no sucedía todos los días. Como cada sábado, al caer la tarde, se había refugiado en el gran salón oscuro huyendo de la asfixiante España gris y de la cotidianeidad insoportable, de la mediocridad que le envolvía y del miedo que le habían metido mezquinamente en la cabeza. Era la España del cara al sol, aunque lloviese a cántaros, y aquel cine de su barrio era un maldito oasis de belleza entre tanta asquerosa fealdad. Su ciudad era pequeña y pueblerina, y su vida pequeña y previsible, así que prefería frecuentar la compañía de gánsters, canallas, rubias dolorosamente hermosas, guapos que siempre acababan besando a las rubias dolorosamente hermosas, soldados de la guerra que acabó el mismo día en que él mismo nació, piratas, aventureros y, sobre todo, tipos duros y de pocas palabras, como él. Ya se podía pudrir el cine de por aquí, de charangas destartaladas y panderetas enmohecidas y su humor infantil que trataba a todo un país como a auténticos y verdaderos tontos de capirote. La verdad del cine estaba al otro lado del inabarcable océano, lejos, terriblemente lejos. 

Sesión doble, un paquete de cigarrillos americanos y la sensación de una coz en el pecho cuando se encendían las luces de aquel cine grande, espacioso, limpio. Luego le iluminaba el rostro una enorme sonrisa pueril, y eso que nunca solía sonreír, porque aquel maldito barrio de aquella ciudad pequeña de un país en blanco y negro y triste como el silencio de las cárceles, no provocaba, sinceramente, muchas sonrisas.

Y las noches de invierno, como aquella, después de la película, volvía a casa entre la niebla nocturna y el frío húmedo de la fría ciudad moribunda, y aquel hombre se detenía siempre bajo la misma farola, se subía el cuello de su pesado abrigo y encendía un pitillo con un encendedor de gasolina y entrecerraba sus ojos imitando a ese cabronazo del Bogart, por ejemplo. Luego, como cada sábado, entraba en el bar de la esquina, pedía lo de siempre, güisqui doble sin hielo, y se quedaba mirando la puerta, ignorando a los silenciosos parroquianos, esperando que entrase una rubia despampanante en apuros. Y así, mientras el camarero vulgar, tan diferente a los de las películas americanas, secaba los toscos vasos con burdos trapos húmedos y los parroquianos se emborrachaban silenciosamente con vino negro y espeso, se tomaba el segundo güisqui doble, y el tercero, y se encendía otro pitillo de tabaco americano. Y la niebla bajaba pesada y sucia tras los sucios cristales y el bar parecía cada vez más mugriento, y una pareja de policías grises se tomaba un carajillo mientras comprobaban que todos los parroquianos eran silenciosos y borrachos, como tenían que ser, y que eran los mismos del sábado anterior. Luego los maderos se iban, parecía que desfilaban, al son de la sintonía de Informe Semanal, otra vez, como el sábado anterior; y aquel hombre pensaba en que el lunes se compraría un sombrero que llevaría ladeado, y volvía a mirar la puerta cada vez que se abría tras las cortinas cochambrosas, por si acaso fuera una rubia en apuros; y luego pedía otro güisqui doble sin hielo, lo de siempre, y encendía otro cigarrillo americano con su encendedor de gasolina. Y la niebla bajaba aún más, aplastando las calles solitarias y transformando los sonidos de la noche en sordas reverberaciones irreales. Los borrachos silenciosos se iban yendo trabajosamente, algunos los sustituían, y aquel hombre se giraba cada vez que sonaban las bisagras oxidadas por ver si entraba la rubia. Pero la rubia nunca entró y él nunca se compró el sombrero que llevaría ladeado como los duros de las películas.

Aquel hombre siguió yendo cada tarde de sábado al mismo cine, donde seguían poniendo las mismas películas clásicas, baratas, porque un cine de barrio no podía pagar estrenos, hasta que aquel gran espacio de la imaginación fue transformado un buen día en un supermercado, grande, espacioso, limpio, y aquel sábado lloró mientras compraba una botella de güisqui en el supermercado grande, espacioso, limpio y vacío en su tristeza, como los economatos soviéticos. Y volvió a su casa. Era invierno, como siempre.

Nunca se compró un sombrero y jamás conoció a ninguna rubia en apuros. Así que, aquella tarde, cuando anochecía y la niebla descendía turbia en aquella ciudad de una España que se desentumecía de años de mugre y que empezaba a olvidar el hambre, sentado en la cama desvencijada y escandalosa de su dormitorio empapelado de angustia, se fumó el último cigarrillo americano, apuró un güisqui doble sin hielo, por supuesto, y dijo en voz alta una de las pocas palabras que sabía decir en inglés: the end. Luego apretó el gatillo de la única pistola que jamás había tenido entre sus manos, sin temor alguno, porque la muerte y el cine siempre fueron hermanos, y el cine, eso lo sabía muy bien, no sería cine si no cortejase en cada cinta a la muerte pueril, justa y sin sangre, casi infantil, indolora. Por eso, morir no le pareció tan grave cuando cayó sobre el suelo cubierto de hule con la sien perforada y quedó mirando, vivo aún, el techo desconchado. No era grave en absoluto, pensó mientras se desvanecía, el cine no podía haberle engañado, y, a lo mejor, en el Otro Lado aún seguían existiendo cines de barrio, grandes, espaciosos, limpios.

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