A veces, en el devenir de una novela algunos personajes que estaban llamados a ser simples secundarios adquieren una presencia asombrosa, como si ellos mismos se reafirmasen en su mera existencia, como si reclamasen una vida –ficticia dirían algunos, aunque echando la vista atrás doscientos cincuenta años la verdad es que apenas importa si alguien existió o es solo fruto de la imaginación de otro alguien-. En cambio, sucede con otros personajes que iban a tener un recorrido en la trama que se diluyen entre las letras o simplemente no aparecen. Es lo que le sucedió a un personaje femenino que estaba llamado a tener una notoria presencia en El alquimista entre las fuentes, una mujer al que el protagonista debía haberse acercado decididamente. Su nombre era María del Rosario Fernández Ramos, conocida en el mundillo de la comedia como La Tirana y retratada por el mismísimo Francisco de Goya.
Sevillana de nacimiento (1755), debió de forjarse como actriz en el prestigioso teatro de Olavide, y con esa experiencia en representaciones francesas se plantó en Madrid, casada y con algo más de quince años. Allí fue pronto contratada para trabajar en los teatros de los reales sitios, una compañía dirigida por José Clavijo y Fajardo que tenía el objetivo de representar obras teatrales y musicales para las gentes de la corte y de la familia real. Y este era, precisamente, el detalle histórico que, con ciertas libertades, me permitía situarla en el Real Sitio de San Ildefonso, donde se encontraba, por cierto, el primer teatro real de España. Que luego se acercase al protagonista, a Santos Aguña, era cuestión de cierta maña literaria. De hecho, es posible que La Tirana debutase precisamente en el real sitio segoviano ante Carlos III representando La Celmira de Dormont du Belloy.
Estos actores de los reales sitios actuaban liberados de los aspavientos barrocos que tanto seguían gustando en las comedias de Madrid y que tanto exasperaban a los ilustrados. Por contra, proponían una declamación comedida y natural. Pero este experimento teatral se clausuró en 1777 y La Tirana siguió hasta Barcelona a su marido –que solía hacer papeles de tirano y que debía ser un hombre de carácter tirando a reguleras que intentó aprovecharse siempre del éxito de su esposa-. Allí se hizo con una merecida fama como actriz dramática.
De regreso en Madrid, tras ser reclamada, contra su voluntad, por la Junta de teatros de Madrid -que tenía el privilegio de poder arrabatar a las provincias a los actores buenos-, se contaba en los mentideros de la villa que fue la propia duquesa de Alba quien le prestó vestidos para poder actuar en cierta ocasión, porque su equipaje aún no había llegado desde la ciudad condal.
Vamos, que La Tirana estaba bien considerada por el público y se relacionaba con la beautiful people de la corte.
Sabemos que en 1789, mientras Francia ardía y la guillotina no deja de segar cabezas, La Tirana ya se había hecho con una pequeña fortuna. Tuvo cuatro hijos y cuando redactó su primer testamento a su marido solo le dejaba un reloj de oro y una docena de cubiertos de plata. Es evidente que las cosas nunca estuvieron bien entre la pareja.
Goya retrató a La Tirana en 1792 y en 1794, y ambas obras se conservan hoy en la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
Dejó la escena, “cansada y enferma”, a los cuarenta, y acabó sus días como cobradora de lunetas, cargo muy habitual entre las actrices retiradas, lo que le permitió vivir con desahogo en su casa de la calle Amor de Dios de Madrid hasta su muerte en 1803. Tenía 48 años y todos sus hijos habían fallecido ya.
Muchas veces lamento que finalmente no tuviera cabida en la novela negra histórica El alquimista entre las fuentes, la verdad, porque es uno de esos personajes históricos femeninos que tienen la fuerza suficiente para que resulten muy atractivos.
Pero, en fin, son cosas habituales cuando se escribr una novela histórica…